18 de octubre de 2010

Recuerdos de infancia que sobrevivieron al alcohol y la nicotina...

Últimamente han venido a mi mente recuerdos de infancia que no estuvieron presentes desde hace muchos años. Es como si, al vivir sola y tener tiempo de mirar al techo sin la obligación de la conversación cotidiana hubiera desbloqueado las pequeñas felicidades de mi vida. Esas que estuvieron ahí hace mucho y que por lo mismo hacen más pesadas las tristezas cotidianas - sí, es lógico sufrir cuando recuerdas que hubo, hay o habrá algo mejor, lo dije el sábado por la noche y lo sostengo, la gente que cree en la felicidad absoluta no es confiable, existe la alegría infinita, el gozo eterno...pero mientras hay un niño con hambre en el mundo, una persona sufriendo a consecuencia de un atroz mal de la naturaleza...sencillamente la felicidad absoluta no existe y quien lo sostiene es un gran ingenuo o un fabuloso manipulador...

por otro lado, esas pequeñas felicidades valen lo que toda una felicidad absoluta no, porque son, fueron, serán reales.Aquí una breve lista de las que llegaron a mi cabecita en las últimas semanas:

El diente de león. Decía mi abuela que soplar a un diente de león era la mejor forma de pedir un deseo. Cuando caminaba de su mano, al salir del kinder,los buscaba con devoción. No tenía ningún deseo que pedir. Ninguno en concreto. Sentirme contenta. Y el deseo se realizaba al soplar fuerte fuerte fuerte. Era una maravilla. ¿Se han dado cuenta de que ya casi no hay dientes de león creciendo en las banquetas de esta gran ciudad?

Las catarinas. Las amaba. Decía mi abuela que si una catarina se posaba sobre tí era porque te traía buena suerte. Yo viví una infancia de catarinas a las que luego devolvía a un árbol. "Con cuidado" me decía mi abuela, "ponla en el arbolito para que coma". Las catarinas eran tan bellas y fascinantes que en verdad me sentía bendecida de que un animalillo tan bello se dignara visitarme.

Las palomillas de San juan. Sinónimo de temporada de lluvias. La casa de mi abuela se llenaba de ellas durante todo el verano. cuando se iban, llegaba el invierno y la temporada navideña, la época de renovar la casa y empezar a pensar que cocinaríamos. Días enteros de luchar contra las alas transparentes de un insecto que me provocaba miedo y repulsión. Cuando se iban, vaya, eso si era felicidad.

Las luciernagas.  En las jardineras afueras del Aurrerá al que siempre iba con mi abuela había una colonia de luciernagas. Para mí eran la cosa más mágica del mundo. Y no es que no supiera que era un simple insecto tratando de aparearse. Pero no podía dejar de señalarlas y sonreir cada vez que las veía. Hace años que no veo una luciernaga por ahí. El otro día vi unas en Santa Fé. Pero no es lo mismo.

Mi abuela. Sí, mi abuela era lo más bello de mi infancia. Mujer fuerte, graciosa, llena de abrazos y risas estruendosas. Mi infancia estuvo llena de sus manos delgadas y sus uñas largas siempre pintadas de rojo. De sus abrazos, de sus cafés negros. De sus rebozos de lana y sus arracadas. De sus sopas de fideo y su manera de portar un pantalón con una elegancia tal que no he vuelto a ver en mi vida. Ella me enseñó esas pequeñas felicidades, y el ballet y la danza y la lectura.La extraño. La extrañaré siempre porque su ausencia nunca dejará de estar. Diez años después, su falta sigue siendo una presencia en mi vida. Ya no tan dolorosa, pero siempre vacía.

Eso sí, su recuerdo está siempre lleno de esas pequeñas felicidades. Gracias abue.

5 de octubre de 2010

Cenicienta sin zapatos

No soy una persona fácil. A veces ni yo misma me aguanto. O me entiendo. O me quiero.
Hay días en que me dan ganas de tirar la toalla, alzar la mirada al cielo, y en pleno arranque de protagonista de drama novelado, hablar con el universo y gritar: ¡ya está, me doy, no lo entiendo!
Sí. Es eso. No lo entiendo.
No entiendo este mundo. no entiendo a que vine a este mundo. No entiendo que se supone que haga de aquí a que me vaya de este mundo. Asumamos que, como dicen algunos, uno viene a buscar y construir su felicidad. Entonces yo me pregunto qué carajos me hace feliz.Hay muchas cosas que me gustan, pero eso no necesariamente es la felicidad (es como cuando uno lee en la Cosmopolitan que si uno se pregunta si ha tenido un orgasmo es porque nunca ha tenido uno...ellos tienen un punto. Cosmo siempre tiene un punto).
A mi me gusta(sin ningún orden aparente):
el aroma del café,
los pajarillos que cantan por las mañanas,
el pan recién horneado,
cocinar,
las películas - verlas y tenerlas-,
los libros -verlos y tenerlos-,
quedarme desnuda en mi cama hasta que haya pasado el mediodía,
viajar,
leer revistas de viaje,
las cremas que huelen rico,
sentir la suavidad de mi piel,
sentir la suavidad de otra piel,
las caricias en las manos,
los abrazos,
los besos leeeeeeentos,
escribir cualquier tontería que pasa por mi cabeza,
la pintura y la fotografía,
el teatro,
navegar por internet,
reirme tanto que me duela el estómago,
dormir en el sillón de mi tía y saber que va a haber alguien que me sonría cuando despierte,
el té blanco,
hacer el amor -obvio-,
imaginar historias,
imaginar mi historia si esto o aquello,
soñar despierta,
detenerme a la mitad de un libro con esa sensación indescriptible inundándome el pecho,
sentir musiquita en mi corazón,
desvelarme,
platicar,
cantar,
el chocolate (amo el chocolate),
sentir que tengo 18 años de nuevo,
que me digan que me veo bien,
molestar a mi hermana,
imaginar la remodelación de mi casa,
hacer planes,
caminar,
pasar una mañana entera caminando sin rumbo fijo,
comer cosas nuevas,
aprender cosas nuevas,
ir a nuevos lugares...

Nada de eso, sin embargo, acaba por definirme. Y ni releyendo  lo anterior diez veces acabo de identificar mi vocación. Quizá como dice Darina  lo mio es probar que se puede sobrevivir al síndrome de Peter Pan.

A veces me siento como cenicienta. Haciendo todos los días lo que uno debe hacer todos los días. Platicando con ratones imaginarios (bueno, pajaritos azules imaginarios) soñando con...esperando.

El problema es que mi hada madrina se me fue hace ya diez años. Y no tengo ninguna zapatilla de cristal. No creo en príncipes azules ni salvaciones instantáneas. No creo en el happily ever after. A mi me gusta andar descalza por la vida...y a fuerza de repetirlo, he llegado a sentirme cómoda haciendo mi propio vestido, a mí ninguna hermanastra malvada va a venirme a decir que no me lo merezco...faltaba más.

Otra forma de decirlo es que a falta de respuesta, he perdido la capacidad de pedir ayuda. Así que, volviendo a la imagen del principio, no levantaré los ojos al cielo para pedir iluminación divina. Siempre son reclamos.

No hay zapato de cristal en esta historia.

1 de octubre de 2010

Conversaciones/Desconocidos

Descubrí un blog francés que me encantó y en el cual descubrí esta maravilla:



Jan Svankmajer - Dimensions of dialogue
Cargado por popefucker. - Mira películas y shows de TV enteros.

Después de verlo, varias cosas dan vuelta por mi impresionable mentecilla. La primera es que toda conversación sostenida por demasiado tiempo acaba por dañar a los involucrados (lo sé, la experiencia me lo ha demostrado algunos cientos de veces). La segunda es que las cosas que a veces nos cambian, nos mejoran o alteran nuestro mundo vienen, en la mayoría de las ocasiones, de gente a la que no conocemos, con quien nunca hemos cruzado una palabra.

He ahí la paradoja humana. Aquellos a quienes conocemos, de una u otra forma acaban destruyendo una parte de nosotros (puede ser la peor parte, tampoco hay que ser fatalista) y muchas veces lo nuevo viene de personas con las que nunca hemos hablado.

Hay una tercera, creo. Hay algo vagamente familiar en el video, quizá esa inquietante impresión que me producía la programación del once...ya saben, aquellas animaciones rusas, el teatro de sombras oriental que pasaban cuando era niña. Me gustan las sensaciones sórdidas.

¡Ah, la comunicación! Cuatro años y medio invertidos en su estudio y  es la fecha en que no la acabo de comprender.