5 de marzo de 2012

A veces, cuando te escucho, creo que llevas muy poco tiempo viviendo en la ciudad...

Eso fue lo que me dijo mi señor esposo en nuestro camino diario a la oficina. El origen de la aguda observación  fue un comentario previo de mi parte: "no puede ser que la gente sea tan poco amable, me desespera".

Y es que sí. Yo he vivido toda mi vida en esta caótica y bienamada ciudad (la de México, of course), pero en fechas recientes he caído en una especie de desencanto y fastidio crónico generalizado sobre su dinámica y sus habitantes.

Hay cosas que amo: caminar por el centro histórico, sus museos, su amplia oferta gastronómica, caminar los fines de semana por Reforma, los múltiples lugares para ir a comprar y perder el tiempo, la oferta de entretenimiento (cine, música, teatro), Coyoacán y el chocolate del Jarocho, los múltiples bares dueños de mis quincenas, Ciudad Universitaria (así, con mayúscula), la colonia Roma, los tacos de pastor...

Pero últimamente las cosas que detesto crecen y se acumulan: el tráfico insoportable a todas horas, las distancias y el tiempo perdido en moverse de un lugar a otro, el transporte público desastroso y sobre todo gente, gente por todos lados, cantidades descomunales de gente descortés...

Y es que, a ver, ¿qué necesidad tienen de tocar el claxon cuando de antemano saben que el de adelante no puede avanzar?, ¿de dónde les viene la concepción de que es una buena idea quedarse parados a mitad de la puerta del metro/metrobús estorbando la entrada y salida de las otras personas?, ¿dónde está el respeto perdido por los demás?

No voy muy lejos, ya casi para terminar el año pasado, estuvieron a punto de atropellarme mientras iba en la bicicleta. Literal, me aventaron el coche. Le dije un par de cosas al tipejo y Sergio salió en mi defensa. Dos segundos después el monigote en cuestión nos aventó el coche a los dos y básicamente estuvo a punto de bajar el coche para ir tras nosotros. Cual Sacal, o las ladies de Polanco...

Justo, hechos como ese (o esos, incluyendo a Sacal y a la "famosisima" Azalia) me hacen pensar que esta ciudad ya no es para mí. No se cuando y no se por cuanto tiempo, pero creo que necesito un cambio de vida, uno que me permita ver el cielo azul, respirar el aire fresco, caminar al trabajo todas las mañanas y pues ya saben...wake up and smell the coffe.

Mientras sueño con ese día, trato de hacer un minúsculo cambio en la dinámica de esta ciudad. Yo aún respeto los semáforos, separo la basura, y me muevo en bicicleta. No es suficiente, pero por algún lado hay que empezar.

Y sí, llevo muy poco tiempo viviendo en esta ciudad, antes no era así...

1 de marzo de 2012

Nuestros muertos

Yo los llamo nuestros muertos porque, aún en la ausencia, sus recuerdos nos siguen perteneciendo, porque no dejan de ser nuestras las anécdotas que contamos una y otra vez en un afán de hacerlos presentes en cada sobremesa. No podremos dejar de reir al contarnos los unos a los otros los chistes malos que en vida nos hacían reclamar un poco más de gracia. "Es su humor", diremos, y esta vez reiremos mientras nuestras miradas se pierden en la evocación de sus carcajadas...sonidos que poco a poco se irán borrando de nuestra memoria, una memoria que no podremos transmitir, que sólo nos pertenece a nosotros, a quienes les conocimos.
Los llamo nuestros porque nos pertenecen colectivamente,  a cada uno sólo un poco de aquella historia que duro  tan poco, pero que dejó al pasar una huella grande y profunda. Son además nuestros muertos, porque su muerte fue un impacto colectivo que nos hizo girar alrededor de algo ya inexistente, chocando de frente con las presencias fantasmas de otros extrañantes. Porque extrañar nos ha hecho más familia.
Son nuestros porque queremos. ¿De qué otra forma podría ser? La muerte puede ser el final para el que muere, pero nunca para el que se queda. A nosotros nos queda la nostalgia, la ausencia perenne, el dolor que se asoma de vez en cuando sin importar cuánto tiempo haya pasado.
No olvidaremos nunca las palabras, unas cuantas, demasiado pocas. Nos perseguirán siempre los aromas fantasmas que nos inundarán de olvidos suspendidos, hasta que sea nuestro turno de ser los muertos de alguien más....

Serán siempre nuestros, ya muertos, porque en vida fueron de ellos mismos (y por eso, precisamente por eso, nunca los olvidaremos).